Una de las ideas políticas centrales del liberalismo ha sido, en sus inicios, la del contrato social. Según ésta, los individuos debemos abandonar una suerte de “libertad absoluta” para ceñirnos a una sociedad con obligaciones y derechos, conocida como “Estado”. Estado que, según los “nuevos” liberales, debe ser cada vez más pequeño, las obligaciones más estrictas y los derechos más relativos.
Aunque la vieja imagen parece haber triunfado en las realidades institucionales del mundo de hoy, dicho contrato no existe, ni existió nunca. Nadie le pregunta al recién nacido por sus preferencias y no se permite a nadie abandonar el modelo, salvo a través de la sublevación. Por lo demás, lo escrito casi nunca se cumple, salvo que convenga al poder.
Si bien la constitución de los estados fue un avance sobre el ejercicio impune de la fuerza bruta, lo que parece perdurar es el destrato social. El poder, hoy transnacional y violento aunque más sutil, continúa coaccionando a los pueblos, sometiéndolos a sus designios minoritarios y mezquinos.
Aún así, ¿estamos mejor o peor que hace cien años?
Los expertos en estadística que elaboran índices para medir el desarrollo humano, no acaban de ponerse totalmente de acuerdo en cuál es la mejor forma de hacerlo. Recién en esta década se van incorporando al Índice de Desarrollo Humano (IDH), nociones de desigualdad al interior de los países, que castigan la posición relativa de cada nación observada en este índice realizado por Naciones Unidas. Con el 1% de la población planetaria acaparando el 46% de la riqueza disponible, era hora.[1]
El desarrollo humano suele medirse en la actualidad a través de la combinación de tres variables, una de tipo económico y dos de tipo social, íntima- aunque no automáticamente ligados entre sí. El producto bruto interno (PBI) per cápita, es decir el ingreso total de un país dividido por la cantidad de sus habitantes, da una medida aproximada de la capacidad económica disponible en general. La expectativa de vida al nacer, fruto de complejas variables relacionadas con la salud de la población, es otra componente del índice. La tríada se completa con la educación, en cuya fórmula se incluye los años esperados de escolaridad en niños y la alcanzada por adultos mayores de 25 años.
Junto al correctivo desigualdad, se pondera el actual índice con una perspectiva de género, con lo cual los resultados obtenidos mejoran cualitativamente pero desmejoran cuantitativamente. Por último, se acopla ahora un nuevo enfoque, la medición de la pobreza multidimensional, que contempla factores de pobreza no referidos exclusivamente a los ingresos. Todo esto, junto al desarrollo de la capacidad de acopiar y organizar datos sociales sin fines de comercialización, aporta mayor precisión y confiabilidad a los estudios.
Así las cosas, ¿estamos mejor o peor que hace cien años?
Estamos mejor. Vivimos más, lo cual nos da más posibilidades. A inicios del siglo XX, la esperanza media de vida – que mide un promedio entre los que viven más años y los que mueren prematuramente – era de 31 años. En 2015, según la OMS, la media ha llegado a 71.4 años. Aunque la desigualdad sigue siendo lacerante: no es lo mismo vivir en Japón que en África.
Una de las principales causas de este crecimiento de la vida es que en todos los lugares del mundo la mortalidad infantil ha descendido enormemente, especialmente en los últimos años. Entre 1990 y 2016, por ejemplo, la trágica cifra de bebés que mueren antes del año de vida, descendió de 64.8 por mil a menos de la mitad (30.5).[2]
Además de las sensibles mejorías en el cuidado de la maternidad, las sociedades han ampliado sus capacidades de saneamiento, vivienda, profilaxis de enfermedades infecciosas, acceso al agua, atención médica, progreso técnico-científico o la obtención de recursos alimenticios. Siempre hablando en general, ya que hay 815 millones de personas (11% de la población mundial) que hoy sufre hambre.[3]
El progreso se evidencia aún más en el contexto de un enorme crecimiento poblacional: hemos pasado de ser 2600 millones de seres humanos viviendo en el planeta (1950) a más de 7400 en la actualidad… a pesar de las guerras y la violencia.
Otro tanto ocurre con el acceso a la escolarización, 90% de los niños se inscriben en la escuela primaria, aunque 60 millones todavía no acceden a ella. Lo mismo si se analizan indicadores de alfabetización: hace 50 años, 25% de los jóvenes no sabía leer ni escribir, porcentaje reducido a menos de un 10% in 2016. Sin embargo, 750 millones de adultos – dos tercios de los cuales son mujeres – continúan siendo analfabetos. Y aunque acudan a la escuela, recientes estudios muestran que 617 millones de niños y adolescentes escolarizados no escriben ni leen con facilidad.
En cuanto a la economía, el PIB per cápita mundial casi llegó a triplicarse entre 1960 y 2016. Y la pobreza en el mundo disminuyó entre 1981 y 2013 de un 42.2% a un 10.7%.[4] Sin embargo, un congolés – siempre admitiendo generalidades inexistentes al interior de cada país – cuenta en 2016 con un PBI per cápita de 430 dólares, mientras un habitante de Luxemburgo dispone de 71470.
Hay más derechos laborales, el trabajo infantil ha disminuido, pero en los países más pobres, uno de cuatro niños se ve forzado a hacerlo.[5] Quince millones de niñas se casan antes de los 18 años y el embarazo precoz es una de las principales causas, junto a la discriminación de ingresos y el peso desigual en los cuidados no remunerados, que la pobreza afecte en mayor grado a las mujeres.
Hay avances médicos increíbles y curas revolucionarias para enfermedades antes consideradas incurables. Sin embargo, el VIH infecta a 2 millones de personas nuevas al año.
Pese a la visibilización creciente de sus reivindicaciones, las minorías étnicas, los pueblos originarios, las personas con discapacidad y los migrantes todavía viven privados de las dimensiones básicas del desarrollo humano.[6]
En resumen, estamos mejor como conjunto imaginario, pero el destrato social continúa.
El camino para salir del destrato social
¿Cómo se han producido los avances? Sin duda alguna, a través de la universalización de derechos. No tan sólo sobre el papel, sino sobre todo, impresos en forma creciente en la conciencia de cada ser humano.
Pero no ha bastado con la toma de conciencia de la necesidad de socializar los derechos. Ha sido imperativo generar fuerza social y política como condición de presión ineludible para cambios y avances.
En ocasiones la exclusión fue tan terminal que sólo un motín social, una revolución, pudo modificar el estado de cosas. Otras veces las cosas han sido menos espectaculares. Pero en todos los casos los pueblos han aumentado su poder de decisión.
Como lo indica una de las conclusiones del más reciente informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo:
“…será preciso empoderar a las personas excluidas, de tal forma que, si las políticas y los actores pertinentes no cumplen sus cometidos, dichas personas puedan alzar la voz, reclamar sus derechos y recurrir a mecanismos de reparación.”
Universalización de derechos y aumento del poder de decisión y participación son dos claves para acabar con el destrato. A lo que habría que agregar comprensión histórica, reparación y rechazo a la violencia en todas sus manifestaciones.
Cuando se habla de subdesarrollo en las instancias multilaterales, poco se habla de historia, como si ésta no existiera. Hay demasiados rankings como si se tratara de una competición deportiva y no un imperativo existencial.
La actual “cooperación” internacional o “ayuda para el desarrollo” es en muchos casos una prolongación de la dependencia tecnológica del Sur, ya que junto a la donación o préstamo, se vende el pescado y no la caña para pescarlo. Y no se dice – al menos en público o fuera del ámbito académico – que gran parte del bienestar material que disfruta el Norte no es sino fruto de siglos de explotación de los recursos del Sur, que aún perdura. Así, la reparación histórica debe ser exigida, en términos financieros, pero sobre todo, tecnológicos, nivelando las posibilidades humanas en todos los rincones del planeta.
En relación a la violencia, la guerra es la peor de las epidemias, el peor escollo del desarrollo humano. Junto a ella, las múltiples formas de violencia, física, económica, psicológica, moral, racial o religiosa expresan y multiplican el atraso humano.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos existe. En ella, los derechos colectivos se traducen en derechos individuales. Sin embargo, los derechos de algunos absorben y liquidan los derechos individuales de los demás. Así, en un mirar más profundo, puede afirmarse que solamente desde la ampliación de los derechos colectivos, podrán derivarse mayores y nuevos derechos personales. Estos no son absolutos, sino que provienen del bienestar colectivo y universal. Ése es el faro que nos señala el camino a seguir.
[1] Cálculos de la Oficina del Informe sobre Desarrollo Humano basados en datos de Milanovic (2016)
[2] Datos del Banco Mundial https://datos.bancomundial.org
[3] Organización Mundial de la Salud, El estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el mundo 2017
[4] Datos del Banco Mundial
[5] Unicef, The State of the World’s Children Report 2015
[6] PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2016
Javier Tolcachier es un investigador perteneciente al Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista.