Cuando perdemos la capacidad de comprender al otro, hemos perdido también todo sentido de comunidad.
Vivo conectada a las redes sociales. Se ha transformado en un escenario paralelo que fluye simultáneo y cercano, pero a la vez inalcanzable. En esos espacios todo sucede: las frustraciones, las alegrías, sentimientos íntimos, acontecimientos importantes de personas desconocidas; y aquellas nimiedades… esas insignificancias absurdas que no merecen ser compartidas. Todo adquiere un tono de realismo imposible de comprobar, pero rebota y se multiplica inevitable y constante en la línea del tiempo.
Pertenezco a esa generación de las cosas concretas, reales, que se podían tocar y cuya existencia era innegable. El teléfono era un aparato para transmitir el sonido de la voz humana y estaba conectado por medio de cables y postes y centros de control, construidos de materiales tangibles. A quienes vienen conmigo en este viaje les ha tocado el inmenso privilegio de vivir el salto tecnológico y, con algunas excepciones, adaptarse a él. Poco a poco, hemos ido asumiendo estas nuevas formas de comunicación hasta fundirnos del todo en el nuevo modelo.
Esta reflexión, sin embargo, viene a colación para llamar la atención sobre la dicotomía entre los grandes avances de la tecnología y la ciencia con la creciente pobreza cultural convertida en un sello de las nuevas generaciones. Aun cuando el título alude al lenguaje, mi pensamiento se dirige a aquellas formas de comunicación no verbales, a los gestos y modos, a la progresiva pérdida de calidad humana de una sociedad cuyo objetivo principal está centrado en el bienestar individual, muchas veces –demasiadas, quizá- obtenido a costas del colectivo.
Lo veo en la calle, en los medios, en las redes sociales, aun cuando en estas últimas suele predominar un cierto protocolo de cortesía. Es esa caída vertiginosa hacia un estado de violencia como no se había visto antes; la rabia y la frustración transformadas en actos de agresión, en asesinatos a mansalva, en femicidio y en un incontenible y constante abuso contra la niñez. Es la pérdida de control sobre los impulsos más primarios del ser humano y una tolerancia general hacia estas manifestaciones de odio, manifestada por medio de la pérdida del más esencial sentido de comunidad, componente indispensable para la supervivencia.
El lenguaje social nos indica cuán bajo hemos caído en la preservación de nuestra integridad como entes conectados en un entramado de valores colectivos. Nos hemos aislado para no saber del otro, para ignorar cuán cerca tenemos la experiencia de la pérdida. Salimos de una larga etapa de oscurantismo pero nunca nos libramos de la venda sobre los ojos. De ese modo evitamos el compromiso de asumir el desafío de buscar caminos hacia la integración social, hacia la búsqueda de objetivos comunes y hacia la consolidación de una democracia débil y moribunda.
No solo toleramos el abuso, también intentamos justificarlo cuando afecta a seres más débiles y vulnerables. Para ello usamos un discurso delator de nuestra falta de empatía con los menos privilegiados, pero también de la profunda ignorancia sobre los motivos que han llevado a una parte de la sociedad a perder la ruta e internarse en el crimen para sobrevivir.
Nuestro lenguaje no ha perdido nada de su esencia racista, expresado de formas múltiples: desde la rudeza del insulto hasta la sutileza diplomática de la falsa generosidad. Nos creemos buenos por naturaleza y desde esa plataforma juzgamos y condenamos a otros, sin la menor idea de la distancia astral entre ambas realidades porque hemos perdido la capacidad de empatía, cualidad indispensable para vivir la sociedad y construirla cada día desde la nobleza de la comprensión.