El mundo está cada vez más agrietado de muros y de vallas. No hay ninguno de ellos, desde el muro entre EEUU y México –que, por cierto, empezó a construirse en 1994–, hasta las vallas de Ceuta y Melilla, pasando por el Brexit, los muros de Cisjordania, o las paredes eslovacas, que no haya sido erigido con el propósito de mantener alejada a la mayoría de la población del acceso a derechos universales de los que una minoría disfruta.
Estamos hablando de derechos fundamentales como el derecho a la vida y para sostenerla, claro, a la alimentación, a la salud o a la educación. Cada rincón de la tierra parece disponer de un «sur» particular del que extraer recursos, desde la mano de obra barata al coltán congolés pasando por el pescado de las costas mediterráneas. Así, mientras los sures se expanden en un mundo cada vez más desigual, los nortes menguan y devienen miedosos y paranoicos.
Como siempre es más fácil ver la valla en el ojo ajeno que la inmensa muralla en el propio, en los últimos días personas relevantes del mundo de la política o de la cultura, así como cientos de periodistas de muchos países europeos han realizado vehementes declaraciones –y no es para menos– en contra de las decisiones adoptadas por Trump en sus primeros días de gobierno. La indignación se ha dirigido, en concreto, contra el muro de separación entre México y Estados Unidos (que, como se dijo más arriba, fue una idea de la administración de Bill Clinton) y el veto de entrada a las personas provenientes de siete países de mayoría musulmana durante tres meses.
Estas medidas irían en contra de «nuestros valores y principios democráticos». Así lo han declarado desde Donald Tusk, cabeza del Consejo europeo, hasta Hollande, pasando por Theresa May o Angela Merkel. Bienvenida sea esta irritación y bienvenidas tales manifestaciones de cabreo y apasionados llamamientos a la democracia. Se agradecen. Del Sr. Rajoy no podemos esperar ni eso.
Sin embargo, es imposible no irritarnos cuando recordamos que esos mismos políticos han sido infatigables edificadores institucionales de la conocida como Europa fortaleza y que pocos periodistas de los mass media ahora tan exaltados se han rasgado las vestiduras por ello. En vez de un pacto transnacional basado en un reparto equitativo de la riqueza y de la toma de decisiones, en lugar de un acuerdo federal asentado en el reconocimiento de la pluralidad real de las poblaciones europeas, de su rica diversidad cultural, étnica y religiosa, la UE que conocemos ha optado por desarrollar dispositivos cada vez más impregnados de xenofobia, de racismo y de criminalización de la pobreza.
De mantas, marcas y derecho a la ciudad
Esta estructura institucional de Estado-nación denominada España –cuanto más en crisis, más ficticia, histriónica y sospechosamente representada como patria «nuestra» y terruño de valores homogéneos y superiores– trata, a su vez, de contener la lucha imparable por la supervivencia gracias a sus correspondientes fronteras: para empezar, la Ley de extranjería y, como resultado de esta, los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE). Pero también un rosario infinito de normas, desde ordenanzas municipales a leyes orgánicas, que impiden, de facto, que miles de personas residentes desde hace décadas en «nuestro» país, en «nuestras» ciudades, accedan a derechos y bienes básicos.
Entre toda esta arquitectura del racismo institucional existe una ley o, para ser más exactas, un artículo de una ley –el 274.3 del Código penal– que castiga lo popularmente conocido como «Top manta» –esto es, la venta ambulante al por menor de productos protegidos por las leyes de propiedad industrial e intelectual– con penas de 6 meses a 2 años de prisión.
El 15 de diciembre del 2016, Unidos Podemos presentó una Proposición No de Ley (PNL) para despenalizar esta práctica. Hacia primeros de marzo de este año 2017, esta PNL debería votarse en la Comisión de Justicia del Congreso. Esto se traduciría, caso de ganarse la votación, en la posibilidad para esta PNL de convertirse en Proposición de Ley (PL) y de seguir haciendo camino hacia el Parlamento.
En estos momentos, las asociaciones y redes que luchan por los derechos de las personas migrantes han puesto sus motores a toda máquina para recolocar esta injusticia flagrante bajo los focos de la discusión pública. De esta forma se pretende que, bajo la presión popular, las fuerzas políticas se vean obligadas a sonrojarse y a respaldar la vuelta a la sensatez legislativa en esta materia. Tal y como se explica con claridad en el Manifiesto por la despenalización a través del cual se está recabando apoyo popular para esta iniciativa, el artículo 274.3 del Código penal es desproporcionado, pues la pena no guarda proporción con la gravedad de los hechos; ilegal, porque contradice el principio de intervención mínima de las leyes; inadecuado (y, por tanto, ineficaz), porque sin políticas que faciliten la integración laboral y social de «los manteros» estos seguirán vendiendo para sobrevivir; injusto y antidemocrático, porque criminaliza la pobreza.
Entonces, ¿por qué las normativas vigentes, no solo el Código Penal, sino también la Ley de Seguridad Ciudadana y las ordenanzas municipales se ciernen con tal tenacidad contra esta práctica? ¿Por qué se trata, además, de normas ejecutadas con tan especial escrúpulo e, incluso, saña, si observamos cómo los diferentes cuerpos policiales se toman a pecho la persecución de sus infractores en todas las ciudades donde hay manteros? Nuestra hipótesis es que la aplicación de esta ley tiene una extrema importancia simbólica para las políticas neoliberales. En primer lugar, como defensora de aquello que se ha convertido en un dispositivo fundamental de explotación y cercamiento de la riqueza común. En segundo lugar, como expresión institucional inequívoca del «quién manda aquí» de los poderes fácticos. En tercer lugar, como representación de un «nosotros nacional» ficticiamente homogéneo, blanco y de próspera clase media.
Institucionalizar la pobreza y el racismo
Hablamos de explotación porque como todos y todas sabemos, las grandes corporaciones que venden productos de marca sustraen la mayor parte de los beneficios de la explotación de las poblaciones. Como bien explicaba Naomi Klein en su ya clásico libro No Logo, firmas internacionalmente conocidas como Nike instalan sus fábricas en países donde la legislación laboral y las condiciones políticas les permiten saltarse normas laborales que serían infranqueables en los países donde ubican sus sedes. Salarios miserables, jornadas interminables, empleo infantil… Nada importa con tal de fabricar unos productos al más mínimo coste posible para obtener los mayores beneficios.
En la actualidad, no solo las marcas deportivas, sino también las de ropa o complementos, así como las empresas que los comercializan pueden presumir de haber sido denunciadas por todo tipo de malas prácticas empresariales. Si hablamos de cercamientos es porque, sintetizando mucho, estas corporaciones capturan las formas de vida (lo común) para convertirlas en imagen vendible (esto es, sencillamente, una marca) y se publicitan privatizando bienes y servicios públicos: calles, teatros, escuelas, hospitales o estaciones de metro dan buena cuenta de ello.
Otra de las funciones simbólicas (con efectos materiales, claro) de esta ley es institucionalizar no solo la pobreza, sino también el racismo. Su aplicación permite que estos vendedores ambulantes negros sean perseguidos con especial inquina por policías nacionales, pero también locales. No hablo de inquina en vano. Tanto los «accidentes» y lesiones ocasionados por las persecuciones, como las agresiones directas, son el pan nuestro de cada día para estos vendedores. La Asociación Sin Papeles de Madrid está recogiendo testimonios para poder demostrar esta violenta realidad, pues los manteros no acuden obviamente a la policía para denunciar a la propia policía.
Es muy difícil que quienes no conocen directamente a personas que venden en la manta no estén llenas de prejuicios contra ellas: las escenas cotidianas de manteros huyendo con sus fardos o retenidos para mostrar la documentación, así como las noticias de los medios de comunicación hablando de mafias o de comportamientos violentos con la policía por parte de los vendedores construyen día a día esa representación. Bastaría recordar la muerte de Mor Sylla en el verano del 2016, los 600 manteros que pasaron por la cárcel de 2003 a 2010 condenados por venta y la brutalidad de tantas vidas condenadas a la falta total de expectativas (no olvidemos que las condenas por manta bloquean cualquier proceso de regularización) para colocar la violencia en el lado del que realmente se está ejerciendo: el lado de la institución.
Las instituciones y los medios de comunicación están contribuyendo, en general, a la construcción de una subjetividad social fronteriza. Se están estableciendo jerarquías entre las personas, vinculadas a las diferencias de origen de la población que actualmente compone el Estado español. Según los datos del INE, en 2016 la población total del país alcanzaba la cifra de 46.445.828 habitantes, de entre los cuales 4.396.871 son población extranjera. Si a este 8% de población residente sin nacionalidad española le añadimos la población nacionalizada de origen extranjero, el resultado es que estamos, nos guste o no, viviendo en una sociedad cada vez más mestiza.
En las décadas de 1960 y 1970, la clase trabajadora supo entender que, independientemente del origen geográfico, todos estaban construyendo modos de vida refractarios a la explotación, rebeldes y dignificadores de sus condiciones de existencia. Una misma clase obrera. En estas primeras décadas del siglo XXI, en la era del post-empleo, o post-asalariada, como se prefiera denominar, el reto de las apuestas emancipadoras debería ser luchar contra las políticas neoliberales de pauperización de las poblaciones, de expropiación de sus propiedades sociales y de recortes de sus derechos, desde la celebración y la fuerza de la diversidad que nos caracteriza. Abolir las falsas identidades, unificadoras a golpe de exclusión, debería ser una premisa fundamental de las nuevas luchas de composición heterogénea y objetivo común: salir de la precariedad, del oportunismo y del miedo para edificar sociedades del reparto. Distribuir la riqueza, el conocimiento, la toma de decisiones.
Esta es debería ser la fórmula de una prosperidad colectiva real, pero también de una seguridad verdadera, para todos y todas.