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lunes, diciembre 23, 2024

Novela Absenta. Capítulo 1: Una escuela de calor

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Creo que encontrar a mi abuelo me ha convertido en la nieta más afortunada de la Vía Láctea. Cuando pensaba que ya no encontraría motivos para continuar, apareció él y cambió mi vida. Desde que falleció su esposa, andaba por inercia con la única ilusión de volver a ver a su hija, pero hace un mes, el dos de abril, la realidad hizo que nos encontrásemos, y aunque lloró mucho al contarle que Mamá había fallecido, en los días posteriores se le veía feliz, quizás por haberle brotado una nieta de una rama caída.
Me instalé en la habitación que había sido de mi madre, con sus cuentos de hadas, el escritorio de nogal, su armario de ropa de los sesenta y los posters de Elvis Presley. Parecía que yo era mi madre viviendo una segunda oportunidad y que, él y yo, siempre hubiéramos estado juntos. A pesar de ser un cascarrabias, tiene un corazón gigante y una única preocupación, encontrar un oficio para que me gane la vida. Mientras desayuna, me lee las ofertas de trabajo, ninguno le parece bueno para mí. Toma un sorbo de café, fija la vista en el periódico, se acaricia la reluciente calva.–“Escuela de Arte Absenta, se abre plazo de matrícula para un nuevo grupo de escritura”. Adriana, podías apuntarte a uno de estos cursos. ¿No me dijiste que te gustaba escribir? Pues te lo regalo-. Llamo al taller, contesta Porfirio de la Fuente, el profesor y director, y en un castellano sin acento de ninguna parte, me explica con voz dulce que transmite seguridad, que mañana miércoles comienza un nuevo grupo con plazas subvencionadas para el mes de mayo, pero que debe hacerme antes una entrevista, y quedamos para esta tarde a las seis y media, en la sede, en Gran Vía. Pulso el botón que tiene el anagrama de un sol verde. Se abre la puerta y subo al primer piso. En el recibidor color crema iluminado por cuatro lámparas de pie, una en cada esquina, se abre una de las puertas del fondo. Un hombre de complexión atlética con el pelo oscuro y rizado, sale abrochándose la chaqueta de napa, supongo que tendrá menos de 40 años; me sonríe asintiendo, tira del cuello de su camisa acercándose diligente y me clava su mirada de chocolate. Nadie me miró antes con tanta intensidad.
–Un placer… –dice estrechándome la mano entre las dos suyas. Me agrada la cercanía que me da al tacto y su aroma suave a jabón.
–Soy…
–…Adriana. Llevo tiempo esperándote. 
Sorprendida miro la hora en mi reloj.
–Las seis y media, ¿no quedamos a esta hora?
–Son las siete.
–Lo siento, se me habrá parado el reloj.
Una joven con las manos tatuadas se acerca y le saluda con un beso.–Me alegro de verte, Lucía, Javi me comentó que estabas interesada en el grupo de los miércoles, aún queda una plaza, pero charlamos cuando acabe con ella, ¿te importa esperar un momento?
–No hay problema, no tengo prisa.
–Vamos allá –dice señalando la puerta por la que salió. Me sonríe mientras me conduce al aula y me invita a que tome asiento. Una gran mesa rectangular con sillas para unas veinte personas ocupa casi toda la clase; en un rincón hay una pequeña pizarra sobre un caballete y una pared está decorada con fotografías en blanco y negro que imagino son escritores. Se sienta en el sillón giratorio que preside la mesa delante de una librería y me pongo a su lado. Se da un toque en el centro de la frente con el índice y me observa. –Te haré un par de preguntas, una costumbre que tenemos, la de cambiar impresiones con los alumnos antes de comenzar el curso. ¿Cómo tuviste noticia de nuestro taller?
–Lo vio mi abuelo en el periódico. Yo no sabía que existieran estos talleres.
–Ese anuncio tuvo un coste pero parece que ha servido. Llevamos aquí unos meses, antes nos reuníamos en un piso más pequeño en la calle de la Salud, ¿la conoces? –niego con la cabeza– Está cerca, pero vi este y me pareció acogedor. ¿A ti qué te parece?
–Me gusta, es elegante.
–El alquiler es un poco más caro pero por ahora cubrimos gastos. Adriana, ¿has escrito algún libro ya?
–No, solo un diario y algunos poemas, pero hace meses que no escribo nada.
–¿Por qué? –arquea una ceja.
–Es largo de contar, digamos que he pasado una mala racha.
–Lo siento, ¿ahora estás mejor? –le digo que sí. Me sonríe y levantando un brazo coge en el aire un volumen que salta de la biblioteca– Este libro contiene los ejercicios del taller del año pasado. ¿Por qué quieres escribir?
Perpleja, miro la estantería para encontrar una razón lógica.
–Porque… Me gusta… ¿Cómo hizo eso?
Niega con la cabeza.
–No soy tan mayor, así que espero que me tutees. Te gusta escribir, esa es una razón de peso.
Parece que no me ha escuchado y mi curiosidad aumenta a la vez que mi inquietud, ¿estoy metida de lleno en un sueño raro? Tengo que insistir.
–¿Cómo ha ido el libro desde el estante hasta su.., la mano?
Abre del todo el primer cajón de la mesa que al llegar al tope hace un sonido suave como el de un violín y suelta una carcajada.
–Tiene truco, mira –veo el interior del cajón y descubro un teclado con botones fosforescentes, pulsa una tecla, levanta el brazo y otro libro igual que el anterior vuela a sus dedos y me lo da. Me quedo pasmada– Soy un apasionado de la tecnología, esto lo diseñé yo… Algunos relatos son buenos, no desmerecen a los de escritores consagrados. El viernes es la presentación, si quieres venir estás invitada, el último año fue divertido, todos lo disfrutamos mucho.
Leo el título “Absenta, Secreto Sideral”.
–¿Qué es Absenta?
–Es una bebida alcohólica que proviene de la destilación de una planta que se llama Ajenjo, ya la usaban los egipcios en el 1600 a.C. En moderadas dosis favorece la digestión, mejora el estado de ánimo y el sistema nervioso, tiene muchas propiedades, sin embargo, si se abusa, puede producir alucinaciones. De hecho estuvo prohibida un tiempo, pero se puso de moda en la Belle Époque, y fue un símbolo del ambiente bohemio de aquellos artistas; Van Gogh y Oscar Wilde fueron muy aficionados a tomar este elixir. Como verás es un mundo…
–¿El taller se llama así por ese ambiente de artistas?
–Sí, y otros lugares también, como en el que presentamos el libro. Si lo quieres adquirir, lo vendemos a precio de coste…
–A lo mejor otro día.
–Como quieras –mete una mano bajo la solapa y se acaricia el pecho– Muy bien, Adriana, la plaza es tuya, aquí siempre habrá un sitio para ti.
–Gracias, tengo que traer un cuaderno, supongo.
–Ganas de escribir y un boli, aunque para los despistados tenemos algunos. Antes de irte, rellena tus datos –abre el segundo cajón de la mesa, está repleto de materiales de papelería, me acerca una ficha y un bolígrafo –escribo mis datos y se la devuelvo.
–Olvidaste el teléfono.
–Hace poco que vivo con mi abuelo y todavía no me lo sé –y pienso que ya era hora.
–Yo tardé un año en aprender el mío… Esta es la dirección, fantástico. Me alegra tener en mis clases a una mujerona tan guapa –se muerde los labios, una corriente de calor me recorre de pies a cabeza, creo que me ruborizo y ladea los labios como tratando de evitar una sonrisa. Me dan ganas de despedirme con un beso en la mejilla, pero le tiendo la mano– Bienvenida, espero que te sientas como en casa, un placer.
–…Aunque tengo faltas de ortografía –le aviso.
–Eso se puede corregir. Lo importante es la sensibilidad, eso no se aprende.
Abre la puerta, me cede el paso y me doy cuenta de que tengo el bolígrafo que me prestó.
–¡Me llevaba su bolígrafo!
–Tu bolígrafo –me dice con una sonrisa cálida.
Me despido de Lucía. Y bajando los escalones de dos en dos pienso que el mundo es maravilloso. Mi reloj marca las siete y media, parece que ha vuelto a funcionar y en casa, el cucú da las ocho en punto, la misma que el mío. El abuelo está viendo la Segunda cadena.
–¿Qué programa es ese?
–Uno sobre el fin del mundo, no hay nada que ver en la televisión. ¿Te gustó esa escuela? –dice entregándome un pequeño paquete con papel de regalo.
–Sí, pero esto ¿qué es? –y lo desenvuelvo emocionada.
–Toda escritora debe tener un buen bolígrafo.
En la caja hay un Inoxcrom azul chapado en oro.
–Pero abuelo no quiero que gastes tanto dinero en mí.
–Si no lo quieres… –tira de la caja y me la quita. Sonríe y vuelve a dármela.
–Es el mejor regalo que me han hecho, ¡gracias!
–A los abuelos no hay que darles las gracias –me lo como a besos– Bueno, bueno, tampoco es para tanto… ¿Y qué te ha parecido esa escuela?
–Es un sitio cálido, y el profesor es un caballero.
–Pero no te fíes de las apariencias, que a veces engañan.
–No te preocupes, no me fiaré ni de mi sombra.
Le cuento detalles de lo que hablamos y el documental de la dos habla de Nostradamus y San Malaquías. Él apaga el televisor y pienso en lo mucho que le debo.
–Creo que en Absenta lo vas a pasar bien, y sales un poco.
–Gracias por cambiarme la vida, abuelo.
Web Eugenia Carrión

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