Dos noticias relacionadas con la nieve nos han helado la sangre en los últimos días. Ambas son dramáticas, aunque procedan de situaciones diferentes. En Penne (Italia), y a consecuencia de los recientes terremotos, un alud sepultó el precioso spa de montaña Rigopiano, en cuyo interior se encontraban más de treinta personas, entre personal y clientes del hotel. Aunque se ha conseguido rescatar a diez de ellas, se había ido perdiendo la esperanza de poder salvar al resto.
Más allá de la terrible tragedia personal, las circunstancias en las que se ha producido suscitan un interés casi cinematográfico: un entorno idílico, unos confortables interiores, familias con niños disfrutando de unas merecidas vacaciones, parejas de enamorados celebrando acaso una luna de miel, jubilados dándose unos baños termales. No sería de extrañar que Hollywood ya se hubiera puesto con el guión.
En los mismos días, la ola de frío polar que recorre Europa ha añadido más horror a las imágenes que nos llegan de los refugiados: miles de hacinados en tiendas de campaña cubiertas por la nieve en los campamentos de Moria, interminables colas de personas apenas reconocibles bajo las mantas, muertos por congelación en Grecia, Bulgaría, Turquía y, también, Italia. ¿Estarán en Hollywood manos a la obra con el guión que cuente la historia de esas familias rotas, de esos niños ateridos, de esas parejas de enamorados sin esperanza, de esos ancianos exhaustos?
Me pregunto si sentimos la misma empatía ante las víctimas del alud sobre el hotel Rigopiano y las de la ola polar sobre los campamentos de refugiados. Si me pongo en su piel, en su lugar, yo misma me identifico más fácilmente con las víctimas de Penne que con las de Moira. Nos creemos a salvo de ciertas experiencias, como seguro lo creían muchas de las personas que ahora las están padeciendo. Y no podemos creer que, si nos encontramos en circunstancias tan dramáticas, los demás vayan a abandonarnos.
Pero eso es lo que les pasa a las víctimas del centro de detención de Moria; y a las víctimas de ese traficante que abandonó en Baviera un camión donde casi mueren a veinte grados bajo cero 15 adultos y 4 niños (no se atrevían a salir a pedir auxilio); y a las víctimas atrapadas entre Hungría y Serbia; y a las víctimas a las que se negó en Belgrado el techo de un centro oficial y fueron abandonadas a la intemperie. La mayoría de ellas proceden del espanto anterior de la guerra y la violencia, y todas, del fracaso en la gestión de la ayuda por parte de la ONU y de la Unión Europea, principalmente por el cierre de muchas fronteras (que han dejado a los refugiados atrapados en los Balcanes) y por la ineficacia en el reparto de las ayudas.
Ambos organismos han recibido 90 millones de euros como presupuesto para proteger del frío a los refugiados, pero solo 15.000, de los 50.000 que esperan en Grecia –la mayoría procedentes de Siria, Irak y Afganistán–, han sido trasladados a lugares equipados para combatir las bajas temperaturas. Entre los que esperan, en vergonzosas condiciones, hay 23.700 niños y bebés en Grecia y los Balcanes, atrapados por el frío y en riesgo de enfermar e, incluso, morir por hipotermia, como ha advertido Unicef. ¿23.700 niños y bebés muertos por hipotermia en Europa? Solo escribirlo ya produce un dolor y una vergüenza insoportables.
Cuando ya casi se habían abandonado las tareas de salvamento en el hotel de Penne sepultado por el alud, dos niños fueron rescatados. Su salida a través de un angosto agujero hecho en la nieve provocó una explosión de alegría que, además, demostraba la necesidad de no perder nunca la esperanza. De hecho, se reanudaron las tareas de rescate con ánimo y fuerzas renovadas. Esa reconfortante noticia me ha hecho pensar de nuevo en los migrantes y refugiados que sobreviven bajo la nieve, en el helado hilo de esperanza que deben mantener las madres, las hermanas, los abuelos, los tíos de esos niños y bebés al borde de la hipotermia. Y en lo que se debe hacer y no se hace.
Se debe reubicar a esas personas. Se debe reunificar a las familias. Se debe apoyar a Italia y a Grecia. Se debe presionar públicamente al resto de los Estados de la UE, que deben coordinar las ayudas. Se debe solventar los graves fallos en la identificación, registro y protección de los niños. Se debe aligerar y flexibilizar los procesos burocráticos y la gestión de los expedientes de asilo. Se debe aumentar los recursos y el apoyo técnico, encarnado en funcionarios, intérpretes y mediadores. Para todo ello, se debe tener voluntad política y que los países se pongan de acuerdo en la reforma del sistema de asilo europeo.
Es lo que ya casi suplica Unicef. Para empezar a poner fin a esta película de terror. Para que nuestros corazones no sigan congelados y Europa no acabe también por morir de hipotermia moral. Para recuperar la esperanza.