La Comisión Europea ha decidido cambiar su estrategia con las personas migrantes y demandantes de asilo ante la constante violación de los derechos humanos a las puertas de Europa. Las muertes, las palizas, la inseguridad y el no cumplimiento del derecho internacional nos han convertido, según la Oficina Internacional de las Migraciones, en el destino más peligroso del mundo para estas personas. Sin embargo, ese cambio de estrategia no tiene nada que ver con la apertura de vías legales y seguras de entrada a suelo europeo, o con la expedición de visados humanitarios.
La Unión Europea está trabajando a contrarreloj para generalizar y consolidar su proyecto de externalización de fronteras, ofreciendo dinero a terceros países para que hagan el trabajo sucio, lo que permite a los gobiernos mirar a otro lado ante las crudas imágenes de quienes huyen de la guerra, la miseria y la explotación que la propia Unión exporta al mundo.
Este tipo de política migratoria nace en la frontera sur del Estado español gracias al Acuerdo de Readmisión Hispano-Marroquí suscrito con Marruecos en 1992. Su resultado son años de palizas en la frontera, muertes, devoluciones en caliente y deportaciones forzosas de espaldas a la legislación internacional. De esta manera, las autoridades españolas se han situado a la vanguardia de un modelo que, como definió recientemente un representante de la Comisión Europea, busca «que los migrantes no aparezcan en nuestras fronteras de manera espontánea».
Pero ahora, la UE ha dado un paso más allá y se ha decidido a apostar por un sistema muy similar al que lleva años aplicando Australia y que ha recibido numerosas denuncias de ONG. Este modelo está basado en que cualquier persona migrante o refugiada que trata de llegar ilegalmente al país es trasladada inmediatamente y sin poner un pie en la isla a países cercanos como Nauru o Malasia.
Allí son internados y es allí desde donde deben enviar una solicitud para residir legalmente en Australia, ya sea como demandantes de asilo o cualquier otra fórmula. Pero la particularidad es que todo ese tiempo están bajo la legislación del país en el que se encuentran físicamente, sin ninguna supervisión por parte de Australia del cumplimiento de los derechos humanos y del derecho internacional.
La UE quiere que este principio sea uno de los pilares de su nuevo paquete migratorio. Ya lo ha empezado a hacer con Turquía, dando 6.000 millones de euros al presidente Erdogan para construir y gestionar unos centros de deportación masiva donde las personas migrantes y refugiadas, tras ser deportadas desde Grecia, esperan a ser devueltas a sus países de origen sin ninguna garantía de que se respeten sus derechos. Así, la UE no tiene que hacerse responsable de las violaciones y abusos que sufran en territorio turco, al tiempo que se ahorra las críticas de la opinión pública ante imágenes como las de las costas griegas, o las de las fronteras de los Balcanes.
Ahora bien, el acuerdo con Turquía es sin duda el más visible, pero no el único. La UE tiene acuerdos bilaterales para facilitar las deportaciones con países tan diferentes como Rusia, Cabo Verde o Armenia, y mantiene negociaciones con otros como Marruecos, Bielorrusia, Etiopía, Túnez, Libia o Nigeria. Esos pactos –y otros, mayoritariamente con países africanos–, se encuentran en una fase avanzada y se asientan sobre el principio de la centralidad de las políticas migratorias en el ámbito de la acción exterior europea. Lo que quiere decir que tienen la particularidad de que se financian con fondos destinados a la cooperación y condicionan estas ayudas a la aplicación de toda una serie de políticas fronterizas, de seguridad interna y de migración, impuestas a los países del sur desde Bruselas.
El ejemplo más actual es el de Afganistán, un país completamente destrozado por la acción bélica europea y con un conflicto violento en plena evolución del que Europa se ha desentendido. El pasado mes de octubre se celebró en Bruselas una cumbre de donantes en la que la UE amenazó al Gobierno afgano con suspender los fondos de cooperación si no aceptaba hacerse cargo de cientos de miles de afganos que hoy se encuentran en suelo europeo.
El chantaje es macabro, porque el 90% de la economía de Afganistán depende de las ayudas externas. Y también cruel, por el contenido y las consecuencias. Sólo en 2015, un total de 196.700 afganos solicitaron asilo en Estados miembros de la UE, convirtiéndose en el segundo grupo más numeroso después de los sirios. En el acuerdo –finalmente aceptado por Kabul–, la UE se asegura poder fletar todos los que aviones que quiera cada día con más de 50 personas y deportarlos a la capital afgana. Allí, con fondos de cooperación, la UE quiere construir una segunda pista en el aeropuerto Hamid Karzai y un campamento de refugiados.
Por si esto no fuera suficiente, debemos tener en cuenta que es más que probable que muchos de los afganos que van a ser deportados en los próximos años no han estado nunca en Afganistán, sino que habrán nacido y crecido en Irán, país que tiene una población afgana de más de un millón de personas.
La perversión del uso de la ayuda al desarrollo para el control migratorio ha llevado también a la UE a firmar acuerdos con países como Sudán, que vigila atentamente sus fronteras a la caza de personas camino de Europa, gracias al acuerdo alcanzado con su presidente, Omar al-Bashir, sobre el que existe una orden de detención del Tribunal Penal Internacional. El objetivo final de este gran proyecto europeo es crear una suerte de cinturón exterior a la UE y por eso todo vale para que nadie llegue y mantenerlos lejos de nuestras fronteras.
Por otro lado, a todos estos acuerdos se les suma la creciente incorporación de los cuerpos militares al control migratorio. Así, en el verano de 2015, la Alta Representante de la UE para Asuntos Exteriores, Federica Mogherini, lanzó la operación EUNAVFOR MED, que en colaboración con la OTAN, llenaría el Mediterráneo de buques de guerra con la finalidad de destruir los barcos con los que las mafias trafican con personas.
Unos meses más tarde, en noviembre de 2015, los principales líderes africanos y europeos firmaron un compromiso en Malta para destinar más presupuesto –también proveniente de los fondos de cooperación al desarrollo– al control fronterizo, financiando estructuras militares en países de dudoso respeto de los derechos humanos como Egipto y Eritrea. Finalmente, tras el acuerdo con Turquía en marzo de este año, se siguió la misma estrategia que en el Mediterráneo, y la UE dio luz verde a que las fragatas de la OTAN operaran en el Egeo para cortar las llegadas de personas refugiadas a las costas griegas.
Lo cierto es que el despliegue ni ha acabado con las muertes, ni con las mafias, ya que la ausencia de vías legales y seguras de acceso a la UE fomenta que las personas migrantes busquen rutas alternativas más peligrosas, a las que acceden pagando aún más dinero a los traficantes. Esa es una parte del negocio de la migración. La otra está en los países de tránsito y llegada, donde enormes sectores de la población, incluidos los menores de edad como hemos visto en el caso de Turquía, se están convirtiendo en mano de obra prácticamente esclava.
Todos estos datos ponen de manifiesto que la Unión Europea y las instituciones están haciendo de la política migratoria un elemento central de su proyecto, y que la externalización de fronteras, la Europa Fortaleza, es la clave en la que se sustenta.
Por eso desde Bruselas se trata de criminalizar a las personas refugiadas y migrantes y se ponen todo tipo de trabas a los ejemplos de solidaridad. Frente a ello, los pueblos europeos han demostrado estar a la altura, y la prueba está en la proliferación de municipios que se han unido a la red de ciudades refugio, o las recientes movilizaciones contra las violaciones de derechos humanos que se producen en los CIE. Ante esta dicotomía entre la solidaridad de los pueblos y los beneficios de unos pocos, la Comisión Europea y el Gobierno Español ya han decidido de qué lado están.